katita

Katita tiene diecisiete años. Su cabello es largo, lacio y de color castaño; su carita es redonda, sus ojitos marrones claros; mira siempre triste y ríe cuando puede. Le gustaría estar durmiendo como lo hacen tantas chicas consentidas pero a las seis de la mañana está empujando un triciclo. Katita vende golosinas y ahora se dirige al cementerio donde hace dos meses provee de gaseosas y dulces a los que acuden a visitar a sus difuntos.
El cementerio es un lugar amplio al que se llega por caminos de trocha, imposible llegar limpios, si es que decides caminar hasta allí. Katita mira de cuando en cuando sus provisiones; dentro de su triciclo lleva un paquete bien envuelto con mantas traídas de su tierra, empuja con cuidado su vehículo y procura ser impecable en sus movimientos. A medio camino se detiene Katita y se acerca al paquete que lleva envuelto, lo destapa y mira; inmediatamente baja el cierre de la casaca que trae puesta, desabotona su blusa y deja al descubierto sus senos blancos y pecosos, coge el paquete y lo acerca a su pecho.
A katita la criaron sus abuelos, dos ancianos decrépitos, escrupulosos de las buenas costumbres y la moral. Ellos estaban dedicados a la agricultura en la sierra de Lima, la chica dejó de estudiar el año pasado justo cuando le faltaban seis meses para terminar la secundaria, no podía seguir yendo al colegio, simplemente se notaba su embarazo de cinco meses. El director habló con sus abuelos y les dijo que era un mal ejemplo para las demás chicas. La muchacha fue sacada inmediatamente del colegio y desde entonces ayudaba a sus abuelos a cuidar del ganado a tiempo completo. Su trabajo consistía en ordeñar a las vacas con crías, sacar al ganado del establo y llevarlos a comer pasto. Se sentaba en una piedra debajo del un árbol y se quedaba mirando su panza, miraba de vez en cuando el colegio y de cuando en cuando cómo el viento movía las hojarascas de eucalipto; nunca se imaginó salir embarazada. Quizás si no hubiese tomado mucho en esa fiesta patronal no se habría enamorado de ese chico limeño que llegó a visitar su pueblo, todo fue tan rápido; la fiesta terminó pronto, las personas se fueron y el muchacho jamás volvió a presentarse en ese lugar. Al llegar a Lima notó con sorpresa y alivio que no era ella la única madre jóven y soltera, que habían muchas así y que a muchas las ayudaban sus madres. Ella no tenía esa suerte pero tampoco creía en fortunas de la vida. Su madre había fallecido cuando niña en la época del terrorismo; su padre corrió la misma suerte.

Cuando terminó de amamantar al pequeño Enmanuel, lo cargó sobre su pecho y sobó su espaldita; una vieja vecina le había enseñado eso para que el bebé no sufra de gases. Después que eructó el pequeño, lo volvió a colocar sobre su triciclo, se acomodó la blusa para ocultar sus senos.
Cuando llegó Katita se colocó en una de las cinco puertas de ese lugar de osamentas. En ese cementerio trabajaban hombres rudos, en su mayoría iletrados, casi todos venidos de la selva o de la sierra peruana; hombres que se ganaban la vida cavando fosas, regando jardines, limpiando letrinas, quemando basura, enterrando muertos.
Allí llegaba un anciano, pequeño de estatura, que según decían muchos, en su juventud fue sacerdote de la iglesia católica. Katita lo veía ingresar siempre por la misma puerta con la misma ropa y con el mismo saludo: que” Dios esté contigo”. Hacia el medio día ella había improvisado un pequeño toldo atando un trapo a la reja de la puerta y a un palo que había colocado sobre su triciclo, estaba afanosa dando de comer a su pequeño; ella comía del mismo plato a toda prisa para no perder ningún cliente.
Como todo religioso, cuando se acercó una tarde a comprarle agua intentó hablarle de Dios y decirle que se ocupe más de su vida espiritual, a lo que katita contestó que no creía en Dios y que por favor se ocupe de su trabajo que ella ya se ocupaba del suyo. El sacerdote se sintió humillado y como toda persona mientras más vieja es más soberbia el cura le dijo que si no cambiaba su forma de pensar se iría al infierno. Katita lo miró con indiferencia y se limitó a alcanzarle el cambio de su compra. Inmediatamente llegaron dos personas a comprar gaseosas y otras tres a llevar dulces. El cura se retiró, se le notaba fastidiado. “no es mi culpa pensó katita quién le manda meterse en la vida de la gente”.
A las cinco menos cuarto se subió a la reja, desató el trapo y desarmó el pequeño toldo. Lo dobló meticulosamente y lo guardó igual en su triciclo. Dejó todo como cuando llegó por la mañana. Cuarenta y cinco minutos de caminata la esperaban; el pequeño Enmanuel estaba despierto así es que lo cargó sobre su espalda atándolo a una manta. Empezó a empujar el triciclo, estaba cansada pero no había sido un mal día, se podría decir que estaba sonriendo porque el dinero le alcanzaría para renovar mercancías y comprar pañales descartables; de la leche no se preocupaba, la naturaleza la había provisto de buenos senos y abundante leche para amamantar a su crio.
Katita alquilaba un cuarto en el segundo piso de un caserío cercano y dejaba a guardar el triciclo en el primer piso en la casa de la dueña. La dueña tenía un hijo de veinticinco años que había intentado ingresar a innumerables universidades sin lograr resultados. Se dedicaba el muchacho a hacer nada. Todos los días, hace dos meses aproximadamente, cuando su mugriento reloj de pared daba las seis y cuarenta de la tarde se paraba en la ventana de su casa para ver llegar a katita, la dulce muchacha madre soltera a quien deseaba con lujuria
Cuando llegaba la muchacha, era él quien le abría la puerta del garaje, la saludaba con familiaridad y se quedaba en la entrada para ver cómo ella empujaba su triciclo hasta el fondo de la cochera. La observaba de pies a cabeza, deseaba tocar sus cabellos y acariciar su fino y blanco rostro, su cuello grácil; su figura que a pesar de ser madre se conservaba intacta cual una Venus. Así era katita, siempre bella delicada y fina. Ella se había dado cuenta de esto y por eso guardaba todo muy rápido y se escondía bajo llave en su cuartito del segundo piso.
Aquel muchacho había cultivado una serie de vicios, dado a que no hacía nada la vida licenciosa pudo más. Una tarde después de esperar a katita y verla como siempre guardar su triciclo, decidió ir a su cuartito, esperó que ella apagara su luz y subió, entró por el tragaluz del baño, se arrastró sigiloso hasta donde estaba ella. La vio dormida con su pequeño a lado. No podía distinguir totalmente su rostro pero se lo imaginaba en su mente perversa; se acercó, le acarició el cabello, desabotonó con mucho cuidado su blusa y llegó a sentir su brasier, no resistió más y encendió una linterna. Quitó la manta que la cubría y comenzó a hurgar los botones del pantalón. Katita despertó asustada quiso gritar pero él le tapó la boca, le hizo señas de silencio o la mataba. Con una mano le quitó el pantalón y le tocó desesperadamente las piernas, luego deslizó suavemente su mano por debajo de su ropa interior. Cuando estaba a punto de ultrajarla katita lo lanzó hacía un lado y el muchacho cayó de cabeza sobre la punta de la plancha que ella había dejado allí para planchar de madrugada. La muchacha cogió a su bebé que había comenzado a llorar, corrió a colocarse al otro lado de la cama, esperó a que se levante el desgraciado, estuvo así un rato, al no escuchar nada encendió la luz. Se acercó con miedo por donde había caído el violador; vio el cuerpo muerto de su vecino. Eran las nueve de la noche y katita preparó una maleta con la ropita del bebé, cogió todo el dinero que había ahorrado y salió corriendo de su cuarto.
Se conoce que la madre del violador estuvo en una reunión de negocios esa noche. Ella nunca denunció el hecho y lo reportó ante la policía como un accidente.
¿A dónde fue katita? no se sabe. Seguro que a buscar un lugar tranquilo donde vivir con su pequeño, a buscar un lugar para trabajar y comenzaría de nuevo así como cuando llegó a la gran Lima. Con su hijo, con un poquito de dinero y con muchas ganas de vivir.

1 comentario:

Sebastiam dijo...

muy bien escrito absulutamente real y fascinante .