La Mujer y el Cura

Cuando el sol asomaba en las salobres tierras de Coayllo, se encontraba con la ilusión de doña Luisa y don Antonio


Doña Luisa, la más anciana del pueblo, esperaba con ansias este suceso. En su cuartito de quincha, a sus 75 años, ya no puede conciliar el sueño y cada noche se le hace más larga que su propia vejez.
Primero un pie y luego el otro, y después de su acostumbrada oración de la mañana, se prepara para la ceremonia más complicada del día, levantarse de la cama. La habitación es pequeña, el frío entra por los agujeros de la raída pared de barro y caña; en la pared, el retrato de su amado esposo contempla la escena. Puede quejarse de todo el mundo pero no lo hace. Quizá le faltó más coraje para irse a vivir con sus hijos; pero doña Luisa adora su chacrita al lado de la vieja carretera. No se identifica fuera de ella y allí, según ella, no estorba a nadie
Baja de la cama, ya no siente sueño pero sí el acostumbrado dolor de espalda y el achaque de sus piernas celulíticas. Se dirige a la cocina, coge el mandil que está colgado en la puerta del horno de su cocina a gas; mientras se lo pone, contempla su gran artefacto. “Es linda -se dice para sí-, pero que lástima que nunca más la volveré a usar, tampoco tengo dinero para hacerlo”. Se dirige hacia afuera, y saca el balde que estaba escondido entre las plantas de plátano. Lo puso allí para que no se lo robasen y porque es más cómodo tenerlo a la mano; ata una cuerda al asa del balde y lanza el recipiente hacia el fondo del poso que le cavó su marido antes de morir. Cuando el balde llega al fondo se oye como palmas en un viejo teatro. “Es muy profundo -se dice la viejecita-, pero más fuerte que el suelo era mi esposo que en paz descanse”. Cuando logra sacarlo, sólo un poco de agua llega a la superficie. Lo suficiente para su desayuno, dice. Entretanto, se dirige a tientas hasta la parte trasera de su casa. Allí, en el suelo sucio, hay dos adobes colocados paralelamente; sobre ellos, dos fierros de construcción también entrecruzados que hacen las veces de parrilla sobre las que apoya una tetera negra. Hecha el agua en la tetera y coloca leña en la cocinita de adobe. Menos mal no ha llovido -piensa- sino me quedaba sin preparar mi hierba luisa.
El frío de la madrugada es cruel y castiga sus piernas. La humedad que viene de la costa penetra en sus huesos como penetra el agua en su pequeña chacrita.






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En la Iglesia del pueblo todo esta preparado para empezar la Santa Misa. En el Presbiterio, sobre una mesita pequeña y labrada al estilo barroco, cubiertas con un velo, se encuentran las vinajeras con agua y vino, el manutergio bien planchado, la cucharita para el vino, el lavabo y la campanilla. Sobre el altar, y al centro de éste, el cáliz.
En la nave, don Antonio está arrodillado frente al sagrario. Sus ojos están estáticos viendo la caja de metal oculta detrás de un velo blanco. El mantel tendido en el altar debajo del sagrario es de lino y cuidadosamente planchado con almidón; al costado un florero con rosas rojas acompaña la escultura de metal. Todo estaba en silencio. El sagrario era de oro y el sol que entraba por el tragaluz de la cúpula hacia resplandecer el metal.
Señor, - rezaba- ya falta poco para dejarlo todo pero creo que es mejor así: “no quiero ser el hazme reír dentro de tu iglesia ni mucho menos dar mal ejemplo”.


Nadie imaginaba lo que estaba pasando por la mente de aquel cura de pueblo. Había estado meditando en esto desde que dejó de estudiar en el seminario y le designaron como párroco a ese lugar de agricultores.


Don Antonio era flaco, casi famélico, alto y de aspecto agradable; vestía una raída sotana negra que le regalaron el día que se ordenó.
Decidió celebrar Misa por última vez antes de emprender su plan y despedirse del Señor y también pedirle perdón. Las estatuillas de la iglesia parecían adivinar su decisión y ahora cada una de ellas lucía un aspecto demacrado. Seguro es idea mía –pensó-, sólo son imágenes de yeso y nada más. En eso estaba muy seguro, nunca creyó del todo las supuestas apariciones de lágrimas en las imágenes de la virgen ni mucho menos en santos. De pronto, agachó la cabeza como cuando se entra a un profundo éxtasis. Se puso de pie y se dirigió hacia la sacristía.
Una vez allí se colocó el amito, lo ciñó bien a su espalda, se puso el alba y la estola. En seguida sujetó el cíngulo a su cintura; sintió el grosor de la cuerda y su aspereza, que se dejaron notar sobremanera a la vez que recordaba con cariño su primer día en el seminario, cuando todo le parecía nuevo, encantador y santo. ¿Cuándo hubo dejado de sentir todo eso? ¡Cuándo mi Dios! se decía para sí, ¿cuándo? Luego colocó las manos sobre el mueble y se puso la casulla, hizo una reverencia al crucifijo que estaba al frente de él. “No has muerto en vano señor”, le dijo. Salió al presbiterio, besó el altar y rezó: in nomine patris et fillius et spiritus sanctus.




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¡Cómo demora esto! Si mi viejo estuviese aquí hace rato que hubiese hecho silbar esta tetera.
El fuego se tornó rojo ante la vista de la viejecita, salpicando las brazas hasta llegarle a las sandalias, las ascuas no tardaron mucho en hacerse notar y, cuando menos lo pensó, un hado de vapor asomaba por la punta del recipiente.
Después de desayunar salió como todos los días a recoger hierba de su pequeña chacrita cerca de la vieja carretera; debía dar de comer a sus conejillos de indias o como le llaman en Perú “cuyes”, su única fuente de ingreso.
Caminar hasta su parcelita le tardaba aproximadamente cuarenta minutos. Ahí cultivaba maíz para pasto de establo y ya estaba casi listo para ser vendido.

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- Ite missa est.
- Deo gratias.
Y terminó de decir la misa. Nunca antes la había dicho mejor. Pero justo cuando estaba a punto de terminar con todo ese sufrimiento, de nuevo sintió esa fuerza que le animó desde el principio a ese plan en el que se había involucrado tirando todo lo mundano por la borda.
Una vez en la sacristía se quitó los ornamentos e hizo la acostumbrada reverencia al crucifijo y salió casi corriendo de la iglesia para ir a la casa del obispo.


Don Antonio vivía en un pueblito que se llamaba Coayllo. Allí no había estación de buses, la movilidad pública sólo trabajaba una vez por semana. Se dirigió con cautela hasta al pie del viejo cinamomo, cerca al abismo, lugar donde se esperaba al bus que venía de la sierra. No tenía más equipaje que una maleta de mano con su pijama y utensilios de aseo. Se había quitado la sotana y ahora vestía de paisano, cualquiera que lo viese no lo reconocería.


Esperó allí parado una hora, amparado sólo por la sombra de un árbol, quería sentirse libre pero era prisionero de su duda, un espectro en el mundo, una hoja caída a punto de desintegrarse.
¿Acaso, sería la hora de acudir a Dios? Pero si él mismo lo había negado. En su mente hacían violencia la fe y la pasión por existir, la creencia y la vivencia. ¿Cómo escoger entre ser naturalmente bueno y mecánicamente moral, es que ser y parecer no es lo mismo, no es realidad la ilusión? - se decía. Pensó que nunca fue bueno, que sólo hizo lo que le enseñaron a hacer, pero ¿qué es ser bueno, acaso hacer cosas que a otros les conviene?
Don Antonio logró sentarse sobre una piedra que estaba al extremo del camino junto a la acequia que regaba al cinamomo. Si se movía hacia adelante podría caerse.


- ¿Tú debes ser el cura nuevo verdad? – le interpeló una voz trémula.
Don Antonio cerró sus ojos e intentó adivinar de quién era esa voz que se dirigía a él. La voz se acercaba más, de nuevo dijo: “Debes estar cansado”.
Una mano suave le tocó el hombro, parecía de algodón. Él ni siquiera se movió, tenía miedo, el mismo que sentía cuando su padre le castigaba cuando niño.
- Te he visto un par de veces – le dijo esa voz- haciendo lo que te gusta.
- Y ¿qué es lo que me gusta? – preguntó el cura.
- Quizás hacernos creer que tu historia es cierta –contestó la voz–, piensas que estás cansado. Hace años perdí un niño -siguió la voz-, lo dejé en un orfanato. Ahora no quiero perder un hijo. Aprende a escribir tu historia, que no te la cuenten, la muerte no es solución. Desde que supe que vendrías al pueblo, he esperado este momento para decírtelo. Sólo quería algo mejor para ti. Doña Luisa abrazó a don Antonio y le besó en la frente. Entendieron lo evidente, ahora madre e hijo estaban juntos.

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