Cementerio del Alma

Crucé la puerta y caminé hasta donde ella estaba. Allí la vi inmóvil, pálida, como un papel, con piel de estampa, sin maquillajes, sin trono ni glorias. La cogí de la mano, para sacarla de ese lugar inerte. Nos paramos sobre el diván que estaba cerca de su cama. Volvimos la mirada y sólo la vimos por un rato.

- Me da arcadas pensar en lo que pasará con ésta en poco tiempo – dijo Irene -; es tan frágil que necesita de unas sábanas para descansar
- Será como en un principio - le contesté - ,sólo polvo.

Salimos en paz. El Ebano inmenso de la noche nos absorbió, sus luces nos hacían guiños, nos invitaban a venir con ellas. Queríamos ir pero éramos inexpertos; sin embargo, ¿qué podríamos perder, si ya estábamos fuera? Además hacíamos lo que siempre quisimos desde que nacimos. Estar con él.
Tomamos un atajo por la chacrita del abuelo de Irene, caminamos bordeando la cabecera de la hectárea de camote, sus hojas nos cubrían los tobillos, el sereno de la noche nos mojó por completo. Para Irene esto era nuevo, se detuvo un momento y preguntó:
- ¿Ariel, tardaremos mucho en llegar?
- Sólo un poco – contesté.
- Cuando era niña imaginaba algo parecido.
- ¿Qué cosa Irene?
- Esto, un lugar tranquilo cerca de la naturaleza, del sitio de donde venimos ¿no crees? Soñaba con convertirme en parte de ella, en ser un ave que vuele alto, muy alto, tener el mundo a mis pies, verlo todo desde arriba.
- Sí, interesante. Pero ahora no estamos volando
- Sí, lo sé. Pero quizá él nos haga volar.
- Quién sabe, mejor caminemos y esperemos su señal.
- De acuerdo Ariel.

Caminamos solos largo rato, en silencio, sin más guía que unas estrellas. Salimos de la chacra y nos metimos por un camino bordeado de cinamomos, lo supe por su olor.
Después de dos horas de tramo, la luna cambió; en segundos pasó desde menguante a creciente hasta llegar a llenarse totalmente y nos alumbró todo. A Irene no le inmutaban estos cambios. Más adelante vimos a dos ancianos con cabezas de niños al lado de la carretera, uno a la derecha y otro a la izquierda. El de la derecha jugaba con bloques pequeños de madera, tenía varios montones de ellos distribuidos cerca de él, intentaba apilarlos uno sobre otros; pero era demasiado impaciente e irritado, y casi nunca lograba hacer lo que quería, por eso pasaba de un montón a otro para intentar apilarlos y nunca lo lograba. El de la izquierda, tenía la misma cantidad de bloques, la misma cantidad de montones de bloques, pero sólo se lo veía en uno de ellos. Estaba construyendo un ave de madera. Ensimismado me detuve a mirar el espectáculo. Había logrado armar las patas, el lomo y las alas; pero la cabeza no le salía. Cada bloque al llegar a esa parte se le caía. Entonces sacó de su bolsillo una manzana grande, roja y brillosa y la colocó sobre el pescuezo del muñeco. Así quedó armada el ave. Nos miró e hizo señas que sigamos adelante.

Después nos topamos con una acequia, no era profunda. Al lado de esta crecían azucenas blancas, todo parecía una alfombra. Con el resplandor de la luna se veían las piedras en el fondo. Estábamos viendo cuando divisamos cerca de las azucenas a dos jóvenes vestidos con pantalones y camisas blancas, peleaban con esgrimas, lo hacían tenazmente. En sus ojos se notaba odio, el sudor corría por sus caras; uno de ellos asestó al otro un punzón en el pecho, este cayó desplomado. Estuvo un minuto tirado pero luego se incorporó sin herida alguna. Volvieron a pelear y nuevamente le hirieron en el pecho. Esta vez fue más grave. Por primera vez en mi vida presenciaba un asesinato. Sin embargo, el chico se paró nuevamente sin ningún rasguño en el cuerpo. El que estuvo herido nos miró fijamente y dijo: “Aprendistéis la lección, ahora marchad”
En seguida nos dejó la Luna, todo oscureció nuevamente, a duras penas podíamos distinguir el camino. Anduvimos a paso lento hasta llegar al pie de un cerrito, le dije a Irene que teníamos que subirlo; ella, asintió con la cabeza.
- Todo está oscuro aquí – me dijo.
- Sí, lo sé – le contesté –, pero él quiere que viajemos así para que aprendamos a confiar.
- ¿Si nos tropezamos y caemos?
- Pierde cuidado Irene, yo estaré contigo así como cuando naciste. Eras muy frágil en ese entonces, tu madre no sabía qué hacer y es cuando yo intervine
- ¿Eres médico?
- No, pero te he salvado de morir varias veces. Sin embargo ahora ya es tu tiempo. No pude hacer nada esta vez.

Subimos tranquilos sin ningún percance. En la cima del cerro una acequia pequeña de aguas cristalinas nos daba la bienvenida. Nos acercamos a beber, uno alejado del otro. Nuestras caras se reflejaban. Irene me dijo:
- ¿Crees ver lo que yo estoy viendo?
- ¿Qué cosa? – pregunté.
- ¡Mira! – contestó – ,y me señaló el fondo de la acequia.

Me acerqué hasta donde estaba Irene y juntos vimos en el fondo de la acequia una casa en medio de un campo. Estaba construida de madera, a su alrededor sólo había pasto seco, maceteros pequeños colgaban en la pared de la casa. En el patio delantero, yacía un banco - también de madera - con un revistero junto a él. Más a la derecha, un juego de columpios permanecía inmóvil. De la casa salió un anciano vestido con túnicas rojas; de rostro severo y redondeado, ojos grandes, cejas pobladas, hombros anchos y brazos recios. Tenía el rostro transido. Salió y se paró un rato mirando hacia el Este; de pronto le cambió el semblante. Sus cabellos se tornaron castaños, su barba brillaba; sus labios dibujaron una sonrisa. Hasta donde él estaba, se dirigía corriendo un niño de rostro ovalado, de cabellos canos, de ojos pardos, de piernas menudas. Llegó hasta él y lo abrazó. El anciano se emocionó y lloraron juntos. Estuvieron así durante mucho tiempo, las lágrimas llegaron hasta el suelo, el pasto seco del patio reverdeció y las macetas se vieron llenas de bellas azucenas amarillas.
Entonces el anciano le dijo al niño:
- Hijo, si no hubieses vuelto me hubiese muerto de la pena.
- Pero ya estoy aquí papá – contestó el niño - Ahora nadie nos va a separar. ¿Quieres enseñarme de nuevo la casa?
- Claro mi bebé, como tú me lo pidas – contestó el viejo.
Y se metieron a la casita y junto con ellos se fue la noche.

Después de esta visión Irene se entristeció. Quiso cogerme de la mano pero esta vez la retuve y le dije: todavía no es el momento. Se molestó más todavía y me encaró diciéndome:
-¿De qué se trata todo esto Ariel? Entras a mi habitación, me sacas de allí justo cuando estoy con cuarenta y cinco de fiebre, luego me traes sin ningún abrigo por todo este sitio de locos mostrándome seres súper raros que hacen cosas más raras todavía. ¿Esto es un sueño? ¿Es una pesadilla o quieres gastarme una broma?,
- Irene, por favor – le dije – ¿no recuerdas cuando nos conocimos, acaso ya no crees en mí?
- Yo te vi cuando era niña – contestó Irene -, pero ahora ya soy una mujer. Ya no necesito de tu ayuda ¡entiendes! Todo esto es ridículo, es absurdo. Quién va a creer en ti Ariel?
- ¿Dónde queda lo que he hecho por tí todos estos años? Soy tu guardián y siempre lo seré. Nunca fui un humano, me dejaron adoptar esa forma para estar siempre a tu lado. Me enamoré de ti y tú de mí. Sin embargo ahora es tu tiempo, y ya estás lista.
- Lista para qué, si ni siquiera sé a donde vamos, ¡si ni siquiera hay una evidencia concreta de que él existe!
- Búscalo en tu corazón.

Se hizo un silencio, ambos se miraban. Hubiesen querido decirse muchas cosas pero prefirieron callar. Se hizo de día. Habían llegado a un descampado que no creo que hombre alguno pueda describir, solo quedaba contemplar la maravilla de aquello. La dicha se sentía en la piel, el aire acariciaba, el sol se podía ver de frente.

Ariel tomó la mano de Irene y caminaron hacia la luz que ahora podían ver frente a frente sin que sus ojos se dañasen.
Mientras entraban en la luz, Ariel le fue explicando a Irene el sentido de las visiones. Le dijo: “Los viejos con cabezas de niños son hombres inmaduros, gente así no puede venir aquí; los muchachos peleando representan la tozudez del corazón humano; ¡cuánto puede hacer un lo siento o un disculpa!. El anciano con el niño representan el perdón y el volver a nuestro origen sea cual sea”.
Llegaron hasta la luz y ella la absorbió. Irene entendió que ya no estaba en la tierra y vio su cuerpo tirado en una cama y muchas personas llorando alrededor. Era feliz.
Ariel la miró y le dijo: tardarán poco tiempo en comprender, pero mucho tiempo en conocer.

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